jueves, 28 de agosto de 2008

El placer de escribir como acción sublime





“Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes: el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es”
Friedrich Hölderlin


Deseo y placer se unen, se convocan de modo que logran resurgir la palabra, una palabra que en si misma trae permeado el goce, el deleite de quien la escribe, de quien la dona al Otro para que sea escuchada, para que escuche el murmullo del texto como esa espuma –dice Barthes- del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad por escribir.
Escribir resulta entonces, una especie de donación al Otro, al que nos lee y trata de comprender lo que ha quedado testificado en forma de palabra. Es un juego de seducción con el Otro, no de dialéctica sino de seducción misma que es invocada por la palabra, pues ella, la palabra, en sí misma existe. Es el sentido el que hace que uno se la adueñe por instantes, tan sólo por instantes porque una vez pronunciada ya no nos pertenece, se da, se concede y a la vez es efímero el ofrendar de ésta.
Ya lo dice el pensador francés, no se puede escribir lo que no se leerá, el placer es justo lo que hace de un texto un gran relato; el placer, consiste en hacer de un encuentro algo sublime, algo inolvidable por muy efímero que sea el encuentro con la palabra. Es muy similar al acto de estar enamorado, cuando uno se coloca frente a la página en blanco, se pone uno en lo que diría Barthes, “La escenificación de la espera” si, cuando uno está enamorado se vuelve uno loco por esperar a ese Otro de quien estamos deseosos, tejiéndose de algún modo interdicciones casi invisibles que desentierran de lo más entrañable de uno mismo, lo inconfesable. Surgiendo de algún modo la angustia que nos lleva a la creación, la creación delirante, tan delirante como el entregarse al Otro sin más preámbulo, surge la palabra dejando tan sólo el recuerdo de la página en blanco, de pronto, se vive como en una especie de rapto, un rapto amoroso, hipnótico que da origen al “acontecimiento”, una especie de hierofanía en la cual se relata lo sagrado de uno mismo. 
Es esto quizá el sentido del goce en el texto, un sentido que nos lleva al hechizo mismo de lo que es la escritura, a la existencia escrita, no sólo de quien lo escribe sino de quien lo lee y comprende, es una apropiación mutua del acontecimiento sin que le pertenezca a ninguno. Es como el encuentro íntimo entre dos seres, se unen, se funden y al final, se goza; el goce es mutuo y efímero en donde tan sólo nos queda el recuerdo del instante inviolable, sublime, inolvidable. Un instante que se queda en la memoria de quien lo vivió. 
Así es la magia de la palabra, no es uno quien la posee o la domina, es ella quien elige ser pronunciada y hacer sentir “Nada hay donde falta la palabra” ya lo decía en una de sus sentencias el gran poeta Hölderlin, y en efecto, nada hay porque hasta el silencio es palabra.
De ahí, que el escribir no sea una cuestión tan solo de conocimiento gramatical o de experiencia al hacerlo; sino también, es la perpetuación de este juego de develamientos y prohibiciones que se gestan en la estructura del texto, es encontrar el modo de burlar lo obsceno, de hacer que se genere el sentimiento y no tan sólo la pantalla de éste. Es ir más allá de la presencia de la palabra, es descubrir, indagar y comprender su sentido más íntimo, tal como lo hacemos con la pareja.
El ponerse frente a un texto, es ponerse de cara a un mundo lleno de símbolos y sentidos y también de experiencias y sin sabores de la vida, ahora recuerdo un verso de César Vallejo, una frase tan corta pero tan profunda: “Hay dolores que se asemejan a la furia de Dios” bien, si esto no es una relación íntima entre el autor y su frase y quien la lee; entonces no le veo sentido al pronunciarla, al decirla; ni mucho menos, al hecho de que sea plasmada como una gran obra.
Es esto lo que hace de la acción de escribir, un acto sublime, un acto amoroso en donde lo que importa es lo que hay dentro de uno mismo, eso que damos al Otro cuando le queremos pertenecer aunque sea por instantes.
Ya para finalizar este breve texto, tomo las palabras de Walter Benjamín: “En las esferas de que nos ocupamos, el conocimiento, sólo se produce en fulguraciones. El texto es el trueno que retumba mucho después.



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